miércoles, 19 de abril de 2017

De guardia

    


     —«Los humanos no pueden volar.»
     «¿Cómo?»
     —«El hombre. No puede volar.»
     «Sí puede. Yo puedo. Sin necesidad de concentrarme, simplemente desearlo y ya. Un movimiento de las manos, del pie impulsando, y al aire…»
     —¿Doctor?
     —Perdón señora... Decía ¿su presión?
     —Está cansado, ¿verdad? Se le cierran los ojos. Hace un momento estaba dormido. Mírese, vuelve a cerrarlos.
     «Vuelo, sí. Aquí voy. Entre giros observo (filigranas, caída libre, rizo invertido), observo todo. Descubro.»
     Cabecea. Unas palmaditas en las mejillas para espabilarse mientras aprieta unos parpados de vidrio molido. Los abre, los cierra, los abre. Afloja el carro de la vieja Olivetti y nivela la hoja. Regresa un párrafo. Corrector blanco en las faltas ortográficas, en los caracteres encimados. No quiere volver a la Dirección. No tan pronto.
     —¿Usted escribió estas indicaciones?
     Miradas inquisitivas cuatro días antes: del director del hospital, de un residente de tercero, y del psiquiatra. Este mostraba unas hojas:
     —«Uno: Dieta normal; dos: Signos vitales por turno y cuidados de enfermería; tres: Hoy pagaron y a mí no; cuatro: Metamizol, quinientos miligramos vía oral cada ocho horas; cinco: Sin gas en casa y con el frío que hace; seis: Diclofenaco, una ámpula intramuscular cada veinticuatro; siete: Un kilo de tortillas y una docena de huevos; ocho: Esto es una esclavitud.»
     Sonrisa forzada.
     —Y de padecimiento actual puso: «Saltó desde cuatro metros de altura por envidia a saber que sentiría. Es el baile del tío Israel y la princesa Carolina.»
     —Me caía de sueño.
     Capitulación. Una víctima más para el altar de los sacrificios.
     —Cuando uno se está durmiendo escribe solo incoherencias y esto hasta rima. ¿No será que pretendía burlarse de nosotros?
     «Freud, todos quieren ser tú. La culpa, los delirios. ¿Por qué no aceptar lo evidente?: ¿Que si escribo dormido a las cinco de la mañana? Y canto y bailo. Después de un día de impostergables notas de evolución, de cambiar gasas y correr indicaciones, además de las dos inoportunas cirugías de media mañana y asistir adscritos en la consulta vespertina para terminar de apoyo en urgencias (sin omitir los puntuales ingresos a piso, el primero con el sol a todo lo alto y el último al terminar la noche), ¿qué esperaban? Mamá ¿por qué nací? ¿Por qué no morí de chiquito?»
     —Y vea: sacó la hoja, la firmó, volvió a meterla y escribió la exploración. Vea, vea.
     Nadie llorará al caballero águila cuando el puñal descienda y abra su pecho.
     —Vaya y repita las notas. Tiene guardia de castigo. Para que aprenda a no dormirse.
     «Dormir…»
     Otra vez lo hace. Otra vez los sueños:
     «Vuelo rasante sobre campos y edificios, vuelo en espiral.»
     —Doctor.
     —Señora.
     —Se durmió. No diga que no, lo estoy viendo. Vaya a descansar.
     La mujer en cama a la que llena el ingreso, la mujer cabestrillo y capellina que resbaló de la azotea por ajustar la antena del televisor. Aún tiene ánimos para burlarse de él. ¿Quién es el accidentado, doctor? Al lado, en la mesilla de los alimentos, la pesada Olivetti de eñe y ese que se traban y uve ausente que obliga a escribirla a mano. Retrasa unas líneas. Paciencia y corrector blanco.
     —No puedo.
     Los pendientes: una férula, tres ingresos, dos curaciones, un yeso circular, más los libros a leer: el de anatomía descriptiva, el de biomecánica, el de técnicas quirúrgicas, libros, libros, para documentar la sesión del viernes, que si la falla ya se las verá (maldita la hora en que se la asignaron), entre muchos otros etcétera. Ha perdido la cuenta. La culpa es de la cirugía a la que bajó a las dos de la mañana: «¿Por qué yo, si estoy en piso? No me toca urgencias» «Porque soy tu residente de segundo y si digo entras, entras»; la cirugía de la que apenas salió hace un rato.
     No hay buen ayudante en ninguna madrugada:
     —Eres un bulto.
     Los separadores mecidos de uno a otro lado y él con ellos. Torpe esquí sin agua.
     El desespero del cirujano:
     —Estorbas.
     Para colmo, el deficiente aspirador.
     —Aquí, aspírale aquí.
     A esa hora se es un bulto, una extensión inanimada del separador al que uno se sujeta para no caer al piso o, tanto peor, dentro de la herida quirúrgica.
     —Tenga cuidado.
     «Puedo volar. Dentro, fuera, allá. ¿Me ves?»
     Ayer, al pasar visita en urgencias, confundió los pacientes. Las enfermeras y su obsesión por reacomodar camillas antes del cambio de turno. Níveos duendes chocarreros.
     —Él requirió amputación debido a machacamiento severo de la pierna derecha.
     —¡No! —El paciente se abalanzó a una pierna a todas luces presente y sana— ¡Mi pierna, mi pierna!
     —Perdón, algo debió ocurrirle a mi lista. La amputación fue en otro. A él lo trajeron por esguince de rodilla.
     Un suspiro de alivio. Risas detrás. Empujones.
     —Ella está pendiente de laparotomía exploratoria. Probable apéndice.
     —Mi muñeca, doctor, es mi muñeca. Recuerde: resbalé en el baño… ¿Qué es laparotomía?
     Más risas. Su espanto ante la expresión del médico en jefe.
     —Doctor, mejor vaya a piso y traiga a otro residente.
     Carcajadas. Sensación a ridículo extremo cuando pretendía lo contrario.
     «Circunvoluciones. Sí, más alto. Planear entre un cielo azul y nubes blancas.»
     Sin embargo, hay que soportarlo todo, incluidos guardias y cansancio. Al fin que, dicen, terminado el primer año, solo muerto no se llega a especialista.
     «Distinguir un punto diminuto desde el firmamento. Definir presencias. Palparlas. Descender entonces en picado...»
     —SEÑORA.
     Sobresalto. La sábana que abraza, la redondez de una rodilla debajo que ha servido de almohada, la maternal expresión de la mujer (cabestrillo, capellina) que lo mira saltar de la silla y secarse el hilillo de saliva que le escurre de los labios. Con la otra mano coge la Olivetti. Un sol radiante ilumina la escena desde la ventana.
     Llegará tarde a la entrega de turno. Encima los pendientes en piso y la sesión a preparar. Los vitales libros. A despedirse de salir temprano.
     El inútil reclamo:
     —¿Por qué no me despertó?
     —Discúlpeme doctor, me dio pena. Lo vi tan relajado. Parecía un angelito.


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